Tú los puedes ver. Acechan ahora cada vez con más visibilidad, sin la antigua intención de ocultarse. Son más evidentes —y quisieran serlo aún más— conforme pasan los días desde el 20 de enero pasado, cuando el poder cambió de manos en este país.
Los puedes ver en las tiendas cuando haces tus compras, siempre observándote con un desprecio que ya no es leve, sino directo y contundente; tu color, por muy claro u oscuro que sea, los enardece en silencio, tu acento los irrita, tu cercanía con tu familia que va contigo a todas partes los desconcierta.
También los ves con esa misma actitud en el correo, en otras oficinas públicas, en el cine, en la fila para pagar, en un aeropuerto mientras esperas tu vuelo y hablas con tu familia en tu idioma original.
Los ves asimismo aparecerse en las escuelas, en el banco, en el tren, en el metro, en la calle, en un restaurant o incluso en las sesiones de cabildo.
No importa dónde los veas: su común denominador es que siempre están a la espera de la menor oportunidad —de tu primer descuido, de tu infaltable “error”— para mostrarte verbal o físicamente su odio acumulado, su frustración latente, su deseo de ejercer nuevamente a sus anchas la supremacía de un color.
La historia, al parecer, no les enseñó nada. Su nuevo maestro los guía, los ampara, les da lo que quieren. Aparentemente.
No es una cuestión de justicia, sino de privilegios: en su espacio no quieren ver a nadie que no se parezca a ellos. ¿Pero qué semejanza es la que buscan apoyando la expulsión forzada, la negación de un espacio ganado a pulso, el acoso al Otro que es también su propio espejo humano?
No hay día o semana en que los medios de información, tanto en español como en inglés, no den a conocer un nuevo video con otro incidente de odio en el que la víctima siempre resulta ser la gente de color, como ese último episodio en Huntington Park, California, en el que un niño hispano de apenas 12 años, Joseph Moreno, es increpado al final de un discurso en favor de los inmigrantes que acababa de dar ante los miembros del concejo municipal de su ciudad a su corta edad.
El hombre que airadamente le reclama, con una ventaja no solamente en edad sino en estatura, no esperaba seguramente que el menor le respondiera de manera tolerante e inteligente en forma y fondo, a pesar del insulto del mayor al decirle que “le habían lavado el cerebro” y que “no tenía ideas”.
Si esa era la teoría del antiinmigrante, ¿por qué, en todo caso, no fue a reclamarle a quien supuestamente le habría “lavado el cerebro” a este chico que, en todo caso, con ayuda de su familia o de alguna organización, demuestra valentía y conciencia de la realidad que vive este país en este preciso momento? Su madurez está a la vuelta de la esquina, y por lo menos en su caso no derivará en un antiinmigrante latino más, o en esos “conversos” que a pesar de su origen aprovechan cualquier ventaja temporal para reivindicar un lugar en ese otro lado donde por supuesto no caben, así se los hagan saber para arovecharlos en el momento.
Pero el racista es así, actúa con base en el prejuico, en la ignorancia, en la reacción visceral, nunca en la reflexión ni en el concierto de ideas. No es propositivo, sino vengativo, y sus víctimas siempre suelen ser los más vulnerables. Ese es su patrón de conducta.
Hay preguntas de sobra para lo que está ocurriendo en este siglo XXI que prometía mucho en el ámbito de los derechos humanos, gracias supuestamente a la tecnología que “nos uniría aún más”. Pero la duda sin resolver que resalta por su paradójica urgencia es, ¿qué experimento social no fraguó en la historia de este país de inmigrantes por antonomasia, que ahora ve surgir un nuevo modelo de racismo que se extiende como un fantasma aún más peligroso en el territorio estadounidense?
La respuesta, si es que la hay, va ensayando sus conclusiones en cada acto de violencia racial, en cada epíteto de rechazo a los inmigrantes, alejándose cada vez más esta nación de sus principios, de su esencial razón de ser.
Sí, tú también los puedes ver.