Quien le haya escrito el discurso al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, mismo que leyó durante su primera visita a la Casa Blanca como jefe de Estado, merece al menos dos condenas y un elogio.
Nadie que haya vivido en esta etapa de la historia de Estados Unidos como inmigrante mexicano podrá pasar por alto la serie de insultos que el ahora presidente Donald Trump profirió desde el inicio de su campaña en 2015 contra una comunidad cuya presencia data incluso de antes de la creación formal de este país. Pero en la limitada cosmovisión de un supremacista como el actual mandatario estadounidense, los mexicanos no tenían otra función que la de ser “violadores”, “delincuentes” y “vendedores de drogas”.
Luego, su retórica antiinmigrante se convirtió literalmente en la esencia de sus políticas públicas, casi todas tendientes a cerrar los accesos a los indocumentados y a sus familias, así como a los solicitantes de asilo, además de hacerle la vida imposible a los casi 800,000 beneficiarios de DACA, en su mayoría de México.
Es claro que el objetivo principal de la visita de López Obrador fue la puesta en marcha del nuevo Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá (T-MEC), y que nada iba a mover a ambos mandatarios de ese eje temático; pero en una relación bilateral que fue definida a partir de ahora como “amistosa” —y los amigos se dicen las verdades—, obviar la referencia a los vituperios antimexicanos y, sobre todo, hacer decir a AMLO que durante su mandato como presidente de México, “en vez de agravios a mi persona y, lo que estimo más importante, hacia mi país, hemos recibido de usted comprensión y respeto”, es condenable porque hiere profundamente al menos a cierta parte de la mexicanidad de este lado de la frontera, que ha recibido la mayor carga de las políticas antiinmigrantes del actual gobierno estadounidense.
Pero es muy cierto también lo que afirma López Obrador en ese pasaje de su discurso, pues a nivel político las negociaciones que se han llevado a cabo —disgusten a sus detractores o gusten a sus idólatras—, han permitido mantener una buena relación entre dos gobiernos ideológicamente disímbolos, a pesar de todos los malos pronósticos provenientes día a día de una pulverizada oposición mexicana que no existe sino a través de voceros adoptados en los medios de información tradicionales que corrompieron la profesión durante otros sexenios, pero que se han visto limitados en ese sentido en la actualidad.
De hecho, y aunque para millones de mexicanos esos medios y periodistas ya han perdido total credibilidad —ya no son “buena fuente”—, al unísono calificaban de mala decisión el primer viaje del presidente mexicano hacia Estados Unidos, por el simbólico espaldarazo que ello significaría para las intenciones reeleccionistas de Donald Trump; claro, la crítica se habría desatado con igual ferocidad de haberse negado AMLO a venir. Así está el juego político-mediático en este momento en México, a sabiendas de que Trump sí necesita a AMLO, pero AMLO no necesita a Trump para gobernar con la legitimidad que aún le queda, tras las elecciones de 2018.
La otra parte condenable del diplomático discurso de López Obrador tiene que ver con la ausencia del muro en la frontera como tema nodal, ese caballito de batalla que ha utilizado Trump desde el principio, a fin de mantener a sus seguidores listos para corear que México “lo pagará”, una promesa cada vez más diluida entre mítines visiblemente deslucidos y discursos francamente previsibles. Si Trump se atrevió a ir a la frontera a “autografiar” su propio muro, en una muestra de egocentrismo más que exagerado ante los ojos del mundo, habría sido por lo menos aceptable que ambos mandatarios fijasen posturas de una vez por todas, tomando en cuenta que la frontera México-Estados Unidos es el paso natural de lo producido en ambos territorios. De tal modo que el simbolismo de un bloqueo físico entre dos naciones contradice el espíritu de todo intercambio comercial, potenciado ahora con la entrada en vigor del T-MEC.
Sin embargo, si se lee de corrido el discurso de López Obrador, y esa es la parte elogiable de su redacción, se percibe evidentemente el tono tradicional de la diplomacia mexicana, en la que la Doctrina Estrada permanece presente, incólume incluso ante un presidente como Trump, cuya postura antiinmigrante y particularmente antimexicana, lo ha llevado a emitir órdenes ejecutivas con dolo hacia los inmigrantes, sobre todo de color e indocumentados, a pesar de que él y su familia —así como sus negocios— se han beneficiado de esa mano de obra.
Así, el mundo paralelo de la diplomacia construye puentes mediante extraños simbolismos. López Obrador, de hecho, mencionó que México y Estados Unidos son “vecinos distantes” —parafraseando al periodista británico Alan Riding, excorresponsal de The New York Times en México en los años 70—, pero al parecer no ha podido descifrar el simbolismo político de la visible debacle de Trump, que está perdiendo en todo terreno, incluso entre importantes enclaves del Partido Republicano que empiezan a liberarse ya del “secuestro político” al que los tenía sometidos. Trump no es Lincoln, pues mientras Lincoln abolió la esclavitud, Trump sigue atacando a los inmigrantes.
De hecho, todo lo que toca Donald Trump lo destruye; y ahí están sus excolaboradores para confirmarlo. Eso debería saberlo ya López Obrador.
Por lo pronto, y ese es otro de los simbolismos que suelen convertirse en realidad, el primer logro real de esta visita no ocurrió en DC, sino en Florida, con la captura del exgobernador priista de Chihuahua, César Duarte, sobre quien había 21 órdenes de aprehensión y 39 carpetas de investigación en México por corrupción; se le detectaron al menos 50 propiedades y grandes ranchos en su estado.
En efecto, con Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública durante el gobierno del expresidente Felipe Calderón, en una cárcel estadounidense, y Emilio Lozoya, exdirector de Petróleos Mexicanos (Pemex), igualmente en manos de la justicia, lo que debería leerse entre líneas, tanto del discurso como del significado de la visita de AMLO a Trump, es que esos casos no serán los últimos. El tiempo, en ese sentido, evaluará los alcances de esta nueva etapa de las relaciones diplomáticas entre un México que se transforma a contracorriente y un Estados Unidos que se autodestruye por el fanatismo racial.
Mientras tanto, AMLO se va, los insultos se quedan y continúan cayendo los naipes de la corrupción en México.
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