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A Papi

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San Juan.- “No es fácil” era la frase favorita de Papi y, de hecho, describía muy bien su vida, pues fueron muchas las pruebas que enfrentó a lo largo de sus 76 años. Papi, sin embargo, apechaba lo que fuera. Una de las más grandes enseñanzas que me deja es que siempre que había un problema me decía: “Bueno, el problema ya está ahí y no podemos cambiarlo. La pregunta es cómo vamos a resolverlo”.

James Alan Hastings Pérez, “Jimmy”, nació en Mayagüez, pero se crió en su adorado Cataño y las amistades que allí hizo fueron para toda la vida. Rayito, Israel, El Rubio y Raymond fueron constantes en su vida.

Papi y yo nos llevábamos apenas 20 años. Nuestra relación más que de padre e hija era de hermano mayor, de amigos. Así nos llevábamos. Cuando se ponía difícil, yo le decía que se calmara, que yo lo vi crecer y, de hecho, así fue. Tengo vivos recuerdos de mi padre en sus veinte. Y no pude haber tenido mejor compañero.

De niña me llevaba a pescar con sus amigos de Cataño a escondidas de mi mamá. Nos escapábamos de madrugada a tirar el bote con los muchachos que, entre boleros, salsa y muchas latas de cerveza, tiraban la línea a ver qué caía. A veces nada, pero los buenos recuerdos son muchos.

“Jimmyta”, me decía uno de ellos, pues siempre estaba con Papi. Era su pequeña sombra. Yo trataba de llenar la falta de un varón en la casa, pues nos suelen hacer creer que todo padre desea un varón. Así que en los ’70 le pedía a Mami que me comprara mahones de corduroy como los que Papi usaba para ir combinados. Así fue también que cultivó mi afición por el béisbol y doy gracias a Dios que de adultos pudimos ir juntos al antiguo Yankee Stadium en Nueva York y al Fenway Park en Boston a ver juegos en los mismos estadios que solo veíamos por televisión.

Nuestra relación se hizo todavía más estrecha cuando Mami partió con el Señor. Viudo a los 58 años, Papi se mudó conmigo a Washington, D.C., y si antes éramos apegados, a partir de entonces nos hicimos inseparables.

Teníamos gustos diferentes en algunas cosas, pero íbamos juntos al cine. Él se sacrificaba viendo algún drama que solo nunca iría a ver y yo me sacrificaba para ver películas de acción donde volaban cabezas y corría la sangre, algo que nunca pagaría por ver. Pero había que negociar. Lo importante era la compañía. Nos encantaban los Westerns y juntos veíamos viejas series como Rifleman y Bonanza. No nos perdíamos por nada del mundo a Columbo ni a Kojak. Ni qué decir de su gusto por la bohemia, algo que le heredo, pues con él aprendí a escuchar y apreciar a los grandes como Gilberto Monroig, Daniel Santos, Sylvia Rexach, Felipe Rodríguez y tantos y tantos tríos.

Salíamos juntos de vacaciones y hasta a los viajes de trabajo me lo llevaba, sobre todo durante temporada electoral.

Pero además de ser un excelente padre, era un ser humano espectacular. Siempre defendía a los de abajo, los menos afortunados, los discapacitados y, sobre todo, a los ancianos. Sin congregarse en ninguna iglesia, sus acciones honraban las enseñanzas bíblicas: prestaba dinero para completar rentas, hacía compras, pagaba algún almuerzo al que no podía, llegó a obtener un préstamo para amueblar el apartamento de una ancianita hermana de uno de sus compañeros de trabajo y gran amigo cuando este murió, o llevaba a su cita médica a alguien sin auto.

Cuando lo acompañaba a San Patricio parecía alcalde saludando a diestra y siniestra, sobre todo a ancianos y empleados del centro comercial. Ahora que enfermó cuando iba sola a los lugares que frecuentábamos, los empleados se acercaban para saber cómo estaba y a enviarle bendiciones.

Es el mismo Papi que me regaló una perrita por mi cumpleaños número 11. Yo esperaba una chihuahua y me trajo una satita con discapacidad en una patita y la oreja caída. Mami le dijo, “seguro era la más barata”, y él le dijo, “sí, pero también la iban a llevar al refugio donde seguro la sacrificarían y por eso me la traje”. “Chispa” fue su mascota por más de 14 años y fue inspiración de muchas de sus mejores bromas como cuando le dijo a un ingeniero que el desnivel del terreno de nuestra casa en Levittown era responsable de la deformación de la patita de “Chispa”.

Papi sobrevivió muchas cosas. Una embolia pulmonar que casi se lo lleva a los 27 años, un aparatoso accidente de tránsito en 1982 que nos cambió la vida y a él le cambió el físico y la personalidad. De ser introvertido, el golpe en la cabeza y los medicamentos para prevenir convulsiones lo convirtieron en un tipo extrovertido y conversador que de paso no tenía filtro y decía lo que pensaba sin importar las consecuencias. Ya viviendo conmigo en Washington le diagnosticaron un temprano cáncer de próstata que logró vencer.

Juntos pasamos Irma María, pero no sabíamos que a la vuelta de la esquina enfrentaríamos la prueba de nuestras vidas.

Papi subía y bajaba las cuestas de Viejo San Juan sin problema alguno, pues le inculqué la importancia de caminar, de moverse. Instaló una pluma nueva en el fregadero de nuestro apartamento y esa noche me dijo que se había lastimado una costilla y que le dolía.

En una semana el dolor de costilla resultó ser un avanzado cáncer de páncreas.

La brutal noticia fue devastadora y, como vemos, mortal. Fue más de lo que Papi pudo soportar. Aunque al principio dijo “vamos Adelante”, los agresivos tratamientos, los malestares, las infecciones y la presión fueron demasiado para su mente y su cuerpo. Pese a su alterado estado mental, seguimos adelante, tratando, buscando opciones, alternativas y esperando un milagro. La lucecita de Papi comenzó a apagarse lentamente. No viví el cáncer que se llevó a mi mamá en 2001, pero con Papi viví todas las etapas de esta maldita enfermedad que, como bien me dijeron los médicos, destruye no solo al enfermo, sino a quien lo cuida.

Pero, ¿saben qué?, lo volvería a hacer. Como cuando era niña, me convertí en la sombra de Papi, en sus ojos, sus oídos, sus pies, su mente hasta que llegó el momento de ayudarlo a cruzar a la otra orilla. Pese al agresivo cáncer, Papi murió sin dolor en su cama, en su casa, en pulcritud, sin tubos ni agujas, rodeado de música, de amor, de muchos besos y abrazos.

Mi hermoso Papi se me fue, pero hago un esfuerzo por recordarlo como era, impaciente, corajudo, sarcástico, jocoso, ordenado, pulcro, buena gente, humilde y trabajador.  Y tremendo handyman. Era creativo y lo que no sabía se lo inventaba.

El cáncer consumió su cuerpo físico, pero no pudo tocar su esencia ni robarle su pícara sonrisa de medio sosquín. Era un buen hombre, un gran ser humano, y el mejor padre del mundo.

Papi, esto no fue fácil, no es fácil, ni será fácil, pero me queda la satisfacción de que peleamos hasta el final, juntos, como siempre.