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Del “cierre de la frontera” a las “tarifas arancelarias”, dos amenazas no cumplidas

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La anterior rabieta del presidente Trump, cuando amenazó con “cerrar” la frontera sur si México no frenaba el paso de migrantes y el de estupefacientes, fue detenida en seco no por una habilidad negociadora de la cual carece el mandatario, sino por un simple y a la vez complejo factor que a todos atañe: la realidad económica de una zona geográfica estratégica, quizá la más dinámica del mundo, que habría perdido entre 1,500 y 2,000 millones de dólares diarios, de haber procedido la amenaza del cierre.

Era de esperar que dicha rabieta no fuera la última y que, como en toda campaña, echaría mano del mismo recurso –es decir, “asustar con el petate del muerto”– para confirmar ante su base que sigue manejando los hilos de una Casa Blanca que parece funcionar solo a base de ardides y confusiones.

En efecto, volvió a fracasar con esa fórmula amenazadora (que de tan obvia es ya francamente ridícula) de imponer esta vez, de manera unilateral nuevamente, una tarifa arancelaria del 5% a todos los productos provenientes de México si este país no frenaba el paso de indocumentados por su territorio hacia Estados Unidos.

Haber acusado a México de “no hacer nada” al respecto, buscando una obvia confrontación que realmente no tenía ni pies ni cabeza, le salió contraproducente porque nunca tomó en cuenta la vía diplomática que su vecino del sur siempre ha elegido en su historia como estrategia para resolver controversias internacionales, independientemente del presidente en turno y de la ideología que profese. Por ley y por principios.

Pero no solo eso: nuevamente la realidad económica de la región le estalló en el rostro y le hizo recular, pues a pesar de las graves inequidades en la distribución de su riqueza, una nación como la mexicana es considerada, según The Observatory of Economic Complexity (OEC), la novena de entre 221 en el ámbito de las exportaciones, con más de 400,000 millones de dólares al año, importando más de 350,000 millones, con un saldo a favor de unos 60,000 millones.

De tal modo que haber impuesto ese 5% a los productos mexicanos habría tenido un indetenible efecto negativo en cadena, con los consecuentes desajustes y desequilibrios en los precios, lo que llevaría al caos y a la ruina a muchos de los afectados, sobre todo en Estados Unidos, amén del costo político que representaría para las ambiciones de Trump de permanecer otros cuatro años en la presidencia.

En efecto, las principales exportaciones de México son automóviles y partes de automóviles, sectores que por sí solos representan, según OEC con datos hasta 2017, unos 45,000 millones y 28,000 millones de dólares, respectivamente. Eso sin contar los más de 22,000 millones de dólares en computadoras y los más de 19,000 millones en crudo.

Claro que, por otro lado, entre sus principales importaciones se encuentran igualmente partes de vehículos, con más de 25,000 millones de dólares; petróleo refinado, con más de 23,000 millones; carros, con 11,000 millones, o computadoras que rebasan los 9,000 millones.

Es decir, las afectaciones habrían sido de ida y vuelta, por lo que sus consecuencias habrían estropeado una vecindad bilateral que, hay que decirlo, no siempre ha caminado por el lado bueno, máxime que México tiene a Estados Unidos como principal destino de sus productos, lo que representa unos 300,000 millones de dólares, siempre según OEC.

Todos esos números no son más que para poner en contexto el verdadero meollo del asunto que seguramente guió buena parte de las negociaciones entre las delegaciones mexicana y estadounidense, cuyo resultado la administración Trump reivindica como un “triunfo”.

Sin embargo, en realidad las cosas solo se acomodaron con base en el sentido común y un mucho de pericia de la parte negociadora mexicana, que hizo parecer que aceptaba el “acuerdo” de enviar 6,000 agentes de la recién creada Guardia Nacional a su frontera con Guatemala para frenar el paso de migrantes, cuando según reportes del New York Times, eso habría sido parte ya de una negociación entablada por la entonces secretaria del DHS, Kirstjen Nielsen, y la secretaria de Gobernación de México, Olga Sánchez Cordero.

Es decir, la apuesta por la diplomacia mexicana para diluir la nueva amenaza de Trump, más un conocimiento previo de la situación y de lo que se negocia de manera oficial y no oficiosa, así como la realidad económica de ambas naciones geográficamente inseparables, destrabaron este entuerto que el presidente de Estados Unidos se adjudica como victoria personal, algo que por supuesto los demás dejarán que así lo piense para que satisfaga su ego, pero sobre todo para que las cosas sigan su marcha de manera normal, sin curiosas ni al mismo tiempo perturbadoras amenazas de un mandatario que solo utiliza a los medios de información para distraer y dividir, sin darse cuenta de que, al menos en esta ocasión, solamente le han dado “atole con el dedo”.

Claro, lo mismo que él hace a otros con la esencia estratégica de sus amenazas para mantenerse en el interés político de quienes aún lo siguen.