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Perder en casa y apellidarse Rubio

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Rubio Florida

Caminar por el lado malo ha sido siempre el destino de la historia. Y se repite como una letanía interminable: como si el pensar, y sobre todo pensar en lo que pide la parte buena de la condición humana fuese algo en lo que se debe estar en contra, a pesar de la infinidad de evidencias de que los tiempos ya no están para retroceder hacia la ignominia de un pasado que nadie querría repetir; a menos, claro, que se apellide Trump, sea multimillonario y esté contendiendo por la presidencia de Estados Unidos.

Pero en el caso de Marco Rubio, cuya historia familiar está llena de anécdotas directa y en muchos sentidos hermosamente relacionadas con las de millones de inmigrantes que han llegado a este país por oleadas “en busca de una vida mejor” –cliché que cada vez se vuelve más difícil de creer y digerir en los tiempos que corren–, el panorama es completamente distinto.

Y vaya que es distinto, sobre todo después de la contundente y humillante derrota en su propia casa: Florida. Donald Trump, por el lado republicano, y Hillary Clinton, por el demócrata, le pasaron por encima como una aplanadora electoral que deja al joven senador frente a su propio precipicio político, ese que fue buscando afanosamente al hacer caso a ese antiinmigrante canto de las sirenas que lo mal aconsejaron para ponerse en contra de su propia gente.

Sí, porque eso en buena medida ha sido parte de su derrota: no hay nada más hiriente, incluso por encima de la ideología, que aceptar el papel de la traición frente a una hispanidad que aun en su propia heterogeneidad siempre ha tendido a un sentido de unión. Con Rubio no perdió la comunidad latina; perdieron los antiinmigrantes que lo respaldaron y lo enlodaron de una vez y para siempre.

Porque si bien es cierto que su juventud aún le puede ayudar a mantenerse en la política, será muy difícil para él apelar en el futuro a un voto que no acepta y que no conoce, voto que seguirá madurando y que continuará transformando el rostro electoral y cultural de esta nación, sin que posiciones como la de él o la de Trump o Cruz –otro cuyo fundamentalismo no le deja ver que los siglos han pasado—logren detener su marcha. Y aun cuando Rubio buscara cambiar más adelante sus ideas en torno a la realidad demográfico-electoral de Estados Unidos, sería interpretado como uno más de sus repentinos y poco confiables cambios de posición, emulando a una “veleta política” movida por el cruce de los malos vientos.

En su favor está que normalmente los pueblos tienen una memoria muy corta, y otras generaciones podrían no conocer este pasado poco glorioso entre la comunidad hispana. El país será otro y sus prioridades también, al igual, claro está, que las legítimas aspiraciones políticas.

Pero algo debe aprender Rubio de este amargo sabor de la derrota en su propia casa: ya tiene un currículum que cualquier futuro contrincante le puede echar en cara en algún debate como los que se han realizado en esta etapa electoral, duros y sucios como pocos se recuerdan.

Por lo pronto, en la Pequeña Habana de Miami, algunos de sus carteles de propaganda política (“Marco Rubio. ¡Por un futuro mejor!”), han terminado como mantelitos improvisados en alguna de esas históricas cafeterías donde el “cortadito”, sobre todo, es una auténtica delicia sin ideología.